Sobre ‘Barbie’

Barbie
Greta Gerwig
Estados Unidos, 2023

Una pantalla de cine y una valla publicitaria se parecen en sus proporciones, pero una es blanca y la otra blanquea. Que no te la metan.

Dos estrellas para el CMO.

Sobre ‘Autodefensa’

Autodefensa
Berta Prieto, Belén Barenys y Miguel Ángel Blanca
España, 2022

Los restos de familias amburguesadas con querencia por el dogma –bien religioso, ético o político– desarrollan una creatividad autodestructiva e inteligente que convierte en interesante lo precario.

Cascarones de huevo matando a todos los padres del mundo.

Tres estrellas rebelación.

Sobre ‘Scarface’

Scarface
Brian De Palma
Estados Unidos, 1983

El dinero corrompiendo a los malos. Por ejemplo: Al Pacino desmejora cuanta más nieve cabe en los bolsillos de Tony Montana.

Cuatro estrellas maestras para un gran homenaje.

Sobre ‘Scarface’

Scarface
Howard Hawks
Estados Unidos, 1932

La estética de un relato tiene un principio y éste aún dura. En lo concreto: siempre ha sido más peligroso un tonto que un malo.

Cuatro estrellas educando a un país de pistoleros.

Sobre ‘La carta’

La carta
William Wyler
Estados Unidos, 1940

La verdad, el amor y lo contrario son persistentes como la luna, ese plato que se sirve frío cada noche.

Tres estrellas grandes como un clásico.

Sobre ‘El verdugo’

El verdugo
Luis García Berlanga
España, 1963

El negro se doblega con humor, porque la broma de morirse obligado se entiende mejor con la pena de matar sin querer.

Tres estrellas y todos los indultos.

Sobre ‘El año más violento’

El año más violento
J.C. Chandor
Estados Unidos, 2014

Excepcional confirmación de que no se puede jugar al Parchís con las reglas del Monopoly. El mismísimo Michael Corleone contra las cuerdas de su almohada.

Cuatro estrellas de cinco estrellas.

Sobre ‘Sueño de invierno’

Sueño de invierno
Nuri Bilge Ceylan
Turquía, 2014

Hay un tipo de hombre -normalmente varón, atractivo, fuerte, inteligente y atormentado- que, acorralando a los trucos, imprecisiones y secretos del día a día, deja sin escapatoria a la vida. Cualquier animal que permanezca a 195 minutos a la redonda de su cabeza o su corazón se ahoga como puede. Y sólo alguno se atreve no a besar sino a morder la mano del amo como debe.

Cuatro estrellas a paso lento y con buena conversación.

Sobre ‘Titane’

Titane
Julia Ducournau
Francia, 2021

Infancia exigua, juventud tormento, sexualidad marcial, masculinidad y brutalismo, transexualidad furtiva, maternidad patológica y papá reducido a una palanca de cambios frustrada: Si me miras te mato.

El collage es un medio no un fin. Y la originalidad nada en sí misma. Será de titanio, pero es un disparate.

Dos estrellas de plastilina.

Sobre ‘American History X’

American History X
Tony Kaye
Estados Unidos, 1998

No era necesario asfixiar al espectador para convencerle de que del dogma se sale peor que de la droga. Una buena película para proyectar en los institutos durante la semana de la paz. Sobresaliente la representación del polvo castigo.

Tres estrellas o incluso estrellitas.

Sobre ‘Dobles vidas’

Dobles vidas
Olivier Assayas
Francia 2018

Sólo hay una forma de no dejar de parecer lo que se deja de ser: engañar hasta engañarse. La burguesía analógica -es decir, la burguesía- sabe de lo que hablo. Woody Allen también.

Tres estrellas.

Sobre ‘Secretos de un matrimonio’ (Miniserie)

Secretos de un matrimonio (Miniserie)
Ingmar Bergman
Suecia, 1973

Lo que pudiera parecer una pareja avanzada esconde a dos egoístas con roles complementarios. El modo desahogado de relación con el resto da prueba de ello. De aquellos polvos estos lodos.

Cuatro estrellas para los estrellados.

Vuelva usted mañana

Manuel Manolo - Vuelva usted mañana (2017) - ED210901

 


«Vuelva usted mañana», artículo escrito por Mariano José de Larra (Madrid, 1809 ~ 1837) en enero de 1833, publicado en el nº 11 de la revista «El Pobrecito Hablador»:

Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza; nosotros, que ya en uno de nuestros artículos anteriores estuvimos más serios de lo que nunca nos habíamos propuesto, no entraremos ahora en largas y profundas investigaciones acerca de la historia de este pecado, por más que conozcamos que hay pecados que pican en historia, y que la historia de los pecados sería un tanto cuanto divertida. Convengamos solamente en que esta institución ha cerrado y cerrará las puertas del cielo a más de un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero de éstos que, en buena o en mala parte, han de tener siempre de nuestro país una idea exagerada e hiperbólica, de éstos que, o creen que los hombres aquí son todavía los espléndidos, francos, generosos y caballerescos seres de hace dos siglos, o que son aún las tribus nómadas del otro lado del Atlante: en el primer caso vienen imaginando que nuestro carácter se conserva tan intacto como nuestra ruina; en el segundo vienen temblando por esos caminos, y preguntan si son los ladrones que los han de despojar los individuos de algún cuerpo de guardia establecido precisamente para defenderlos de los azares de un camino, comunes a todos los países.

Verdad es que nuestro país no es de aquellos que se conocen a primera ni a segunda vista, y si no temiéramos que nos llamasen atrevidos, lo compararíamos de buena gana a esos juegos de manos sorprendentes e inescrutables para el que ignora su artificio, que estribando en una grandísima bagatela, suelen después de sabidos dejar asombrado de su poca perspicacia al mismo que se devanó los sesos por buscarles causas extrañas. Muchas veces la falta de una causa determinante en las cosas nos hace creer que debe de haber las profundas para mantenerlas al abrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullo del hombre, que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre nosotros mismos se hallen muchos en esta ignorancia de los verdaderos resortes que nos mueven, no tendremos derecho para extrañar que los extranjeros no los puedan tan fácilmente penetrar.

Un extranjero de éstos fue el que se presentó en mi casa, provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Parecióme el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que se volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admiróle la proposición, y fue preciso explicarme más claro.

–Mirad –le dije–, monsieur Sans-délai, que así se llamaba; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.

–Ciertamente — me contestó –. Quince días, y es mucho. Mañana por la mañana buscamos un genealogista para mis asuntos de familia; por la tarde revuelve sus libros, busca mis ascendientes, y por la noche ya sé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones, pasado mañana las presento fundadas en los datos que aquél me dé, legalizadas en debida forma; y como será una cosa clara y de justicia innegable (pues sólo en este caso haré valer mis derechos), al tercer día se juzga el caso y soy dueño de lo mío. En cuanto a mis especulaciones, en que pienso invertir mis caudales, al cuarto día ya habré presentado mis proposiciones. Serán buenas o malas, y admitidas o desechadas en el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimo y octavo, veo lo que hay que ver en Madrid; descanso el noveno; el décimo tomo mi asiento en la diligencia, si no me conviene estar más tiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún me sobran de los quince cinco días.

Al llegar aquí monsieur Sans-délai, traté de reprimir una carcajada que me andaba retozando ya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fue bastante a impedir que se asomase a mis labios una suave sonrisa de asombro y de lástima que sus planes ejecutivos me sacaban al rostro mal de mi grado.

–Permitidme, monsieur Sans-délai –le dije entre socarrón y formal–, permitidme que os convide a comer para el día en que llevéis quince meses de estancia en Madrid. –¿Cómo? –Dentro de quince meses estáis aquí todavía. –¿Os burláis? –No por cierto. –¿No me podré marchar cuando quiera? ¡Cierto que la idea es graciosa! –Sabed que no estáis en vuestro país activo y trabajador. –Oh!, los españoles que han viajado por el extranjero han adquirido la costumbre de hablar mal [siempre] de su país por hacerse superiores a sus compatriotas. –Os aseguro que en los quince días con que contáis, no habréis podido hablar siquiera a una sola de las personas cuya cooperación necesitáis. –¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos mi actividad. –Todos os comunicarán su inercia.

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sino por la experiencia, y callé por entonces, bien seguro de que no tardarían mucho los hechos en hablar por mí. Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólo se pudo hacer preguntando de amigo en amigo y de conocido en conocido: encontrámosle por fin, y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos. Pasaron tres días: fuimos. –Vuelva usted mañana –nos respondió la criada–, porque el señor no se ha levantado todavía. –Vuelva usted mañana –nos dijo al siguiente día–, porque el amo acaba de salir. –Vuelva usted mañana –nos respondió el otro–, porque el amo está durmiendo la siesta. –Vuelva usted mañana –nos respondió el lunes siguiente–, porque hoy ha ido a los toros. –¿Qué día, a qué hora se ve a un español? Vímosle por fin, y «Vuelva usted mañana –nos dijo–, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana, porque no está en limpio».

A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas, nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelos.

Es claro que faltando este principio no tuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilísimas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin del mes. Averiguamos que necesitaba dinero diariamente para comer, con la mayor urgencia; sin embargo, nunca encontraba momento oportuno para trabajar. El escribiente hizo después otro tanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras, porque un escribiente que sepa escribir no le hay en este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte días en hacerle un frac, que le había mandado llevarle en veinticuatro horas; el zapatero le obligó con su tardanza a comprar botas hechas; la planchadora necesitó quince días para plancharle una camisola; y el sombrerero a quien le había enviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dos días con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, ni respondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad y qué exactitud!

–¿Qué os parece de esta tierra, monsieur Sans-délai? –le dije al llegar a estas pruebas. –Me parece que son hombres singulares… –Pues así son todos. No comerán por no llevar la comida a la boca.

Presentóse con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras para un ramo que no citaré, quedando recomendada eficacísimamente. A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión. –Vuelva usted mañana –nos dijo el portero–. El oficial de la mesa no ha venido hoy. –Grande causa le habrá detenido –dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de la mesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid.

Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero: –Vuelva usted mañana, porque el señor oficial de la mesa no da audiencia hoy. –Grandes negocios habrán cargado sobre él –dije yo. Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo el acertar. –Es imposible verle hoy –le dije a mi compañero– su señoría está en efecto ocupadísimo.

Diónos audiencia el miércoles inmediato, y ¡qué fatalidad! el expediente había pasado a informe, por desgracia, a la única persona enemiga indispensable de monsieur y de su plan, porque era quien debía salir en él perjudicado. Vivió el expediente dos meses en informe, y vino tan informado como era de esperar. Verdad es que nosotros no habíamos podido encontrar empeño para una persona muy amiga del informante. Esta persona tenía unos ojos muy hermosos, los cuales sin duda alguna le hubieran convencido en sus ratos perdidos de la justicia de nuestra causa.

Vuelto de informe se cayó en la cuenta en la sección de nuestra bendita oficina de que el tal expediente no correspondía a aquel ramo; era preciso rectificar este pequeño error; pasóse al ramo, establecimiento y mesa correspondiente, y hétenos, caminando después de tres meses a la cola siempre de nuestro expediente, como hurón que busca el conejo, y sin poderlo sacar muerto ni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquí que el expediente salió del primer establecimiento y nunca llegó al otro. –De aquí se remitió con fecha de tantos –decían en uno. –Aquí no ha llegado nada- decían en otro. –¡Voto va! –dije yo a monsieur Sans-délai, ¿sabéis que nuestro expediente se ha quedado en el aire como el alma de Garibay, y que debe de estar ahora posado como una paloma sobre algún tejado de esta activa población? Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empeños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio! –Es indispensable –dijo el oficial con voz campanuda–, que esas cosas vayan por sus trámites regulares. Es decir, que el toque estaba, como el toque del ejercicio militar, en llevar nuestro expediente tantos o cuantos años de servicio. Por último, después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación, o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: «A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado». –¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai –exclamé riéndome a carcajadas–; éste es nuestro negocio. Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos. –¿Para esto he echado yo mi viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente: Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo a hacerles favor? Preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para oponerse a nuestras miras. –¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra; ésa es la gran causa oculta; es más fácil negar las cosas que enterarse de ellas. Al llegar aquí, no quiero pasar en silencio algunas razones de las que me dieron para la anterior negativa, aunque sea una pequeña digresión. –Ese hombre se va a perder –me decía un personaje muy grave y muy patriótico. –Esa no es una razón– le repuse–: si él se arruina, nada, nada se habrá perdido en concederle lo que pide; él llevará el castigo de su osadía o de su ignorancia. –¿Cómo ha de salir con su intención? –Y suponga usted que quiere tirar su dinero y perderse, ¿no puede uno aquí morirse siquiera, sin tener un empeño para el oficial de la mesa? –Puede perjudicar a los que hasta ahora han hecho de otra manera eso mismo que ese señor extranjero quiere. –¿A los que lo han hecho de otra manera, es decir, peor? –Sí, pero lo han hecho. –Sería lástima que se acabara el modo de hacer mal las cosas.

¿Con que, porque siempre se han hecho las cosas del modo peor posible, será preciso tener consideraciones con los perpetuadores del mal? Antes se debiera mirar si podrían perjudicar los antiguos al moderno. –Así está establecido; así se ha hecho hasta aquí; así lo seguiremos haciendo. –Por esa razón deberían darle a usted papilla todavía como cuando nació. –En fin, señor Fígaro, es un extranjero. –¿Y por qué no lo hacen los naturales del país? –Con esas socaliñas vienen a sacarnos la sangre. –Señor mío –exclamé, sin llevar más adelante mi paciencia–, está usted en un error harto general. Usted es como muchos que tienen la diabólica manía de empezar siempre por poner obstáculos a todo lo bueno, y el que pueda que los venza. Aquí tenemos el loco orgullo de no saber nada, de quererlo adivinar todo y no reconocer maestros. Las naciones que han tenido, ya que no el saber, deseos de él, no han encontrado otro remedio que el de recurrir a los que sabían más que ellas. Un extranjero –seguí– que corre a un país que le es desconocido, para arriesgar en él sus caudales, pone en circulación un capital nuevo, contribuye a la sociedad, a quien hace un inmenso beneficio con su talento y su dinero, si pierde es un héroe; si gana es muy justo que logre el premio de su trabajo, pues nos proporciona ventajas que no podíamos acarrearnos solos. Ese extranjero que se establece en este país, no viene a sacar de él el dinero, como usted supone; necesariamente se establece y se arraiga en él, y a la vuelta de media docena de años, ni es extranjero ya ni puede serlo; sus más caros intereses y su familia le ligan al nuevo país que ha adoptado; toma cariño al suelo donde ha hecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido una compañera; sus hijos son españoles, y sus nietos lo serán; en vez de extraer el dinero, ha venido a dejar un capital suyo que traía, invirtiéndole y haciéndole producir; ha dejado otro capital de talento, que vale por lo menos tanto como el del dinero; ha dado de comer a los pocos o muchos naturales de quien ha tenido necesariamente que valerse; ha hecho una mejora, y hasta ha contribuido al aumento de la población con su nueva familia.

Convencidos de estas importantes verdades, todos los Gobiernos sabios y prudentes han llamado a sí a los extranjeros: a su grande hospitalidad ha debido siempre la Francia su alto grado de esplendor; a los extranjeros de todo el mundo que ha llamado la Rusia, ha debido el llegar a ser una de las primeras naciones en muchísimo menos tiempo que el que han tardado otras en llegar a ser las últimas; a los extranjeros han debido los Estados Unidos… Pero veo por sus gestos de usted –concluí interrumpiéndome oportunamente a mí mismo– que es muy difícil convencer al que está persuadido de que no se debe convencer. ¡Por cierto, si usted mandara, podríamos fundar en usted grandes esperanzas! [La fortuna es que hay hombres que mandan más ilustrados que usted, que desean el bien de su país, y dicen: «Hágase el milagro, y hágalo el diablo.» Con el Gobierno que en el día tenemos, no estamos ya en el caso de sucumbir a los ignorantes o a los malintencionados, y quizá ahora se logre que las cosas vayan a mejor, aunque despacio, mal que les pese a los batuecos.] Concluida esta filipica, fuíme en busca de mi Sans-délai. –Me marcho, señor Fígaro –me dijo–. En este país no hay tiempo para hacer nada; sólo me limitaré a ver lo que haya en la capital de más notable. –¡Ay! mi amigo –le dije–, idos en paz, y no queráis acabar con vuestra poca paciencia; mirad que la mayor parte de nuestras cosas no se ven. –¿Es posible? –¿Nunca me habéis de creer? Acordáos de los quince días… Un gesto de monsieur Sans-délai me indicó que no le había gustado el recuerdo. –Vuelva usted mañana –nos decían en todas partes–, porque hoy no se ve. –Ponga usted un memorialito para que le den a usted permiso especial. Era cosa de ver la cara de mi amigo al oír lo del memorialito: representábasele en la imaginación el informe, y el empeño, y los seis meses, y… Contentóse con decir: –Soy extranjero–. ¡Buena recomendación entre los amables compatriotas míos!

Aturdíase mi amigo cada vez más, y cada vez nos comprendía menos. Días y días tardamos en ver [a fuerza de esquelas y de volver,] las pocas rarezas que tenemos guardadas. Finalmente, después de medio año largo, si es que puede haber un medio año más largo que otro, se restituyó mi recomendado a su patria maldiciendo de esta tierra, y dándome la razón que yo ya antes me tenía, y llevando al extranjero noticias excelentes de nuestras costumbres diciendo sobre todo que en seis meses no había podido hacer otra cosa sino volver siempre mañana, y que a la vuelta de tanto mañana, eternamente futuro, lo mejor, o más bien lo único que había podido hacer bueno, había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es que has llegado ya a esto que estoy escribiendo), tendrá razón el buen monsieur Sans-délai en hablar mal de nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa de que vuelva el día de mañana con gusto a visitar nuestros hogares? Dejemos esta cuestión para mañana, porque ya estarás cansado de leer hoy: si mañana u otro día no tienes, como sueles, pereza de volver a la librería, pereza de sacar tu bolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear las hojas que tengo que darte todavía, te contaré cómo a mí mismo, que todo esto veo y conozco y callo mucho más, me ha sucedido muchas veces, llevado de esta influencia, hija del clima y de otras causas, perder de pereza más de una conquista amorosa: abandonar más de una pretensión empezada, y las esperanzas de más de un empleo, que me hubiera sido acaso, con más actividad, poco menos que asequible; renunciar, en fin, por pereza de hacer una visita justa o necesaria, a relaciones sociales que hubieran podido valerme de mucho en el transcurso de mi vida; te confesaré que no hay negocio que no pueda hacer hoy que no deje para mañana; te referiré que me levanto a las once, y duermo siesta; que paso haciendo el quinto pie de la mesa de un café, hablando o roncando, como buen español, las siete y las ocho horas seguidas; te añadiré que cuando cierran el café, me arrastro lentamente a mi tertulia diaria (porque de pereza no tengo más que una), y un cigarrito tras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bostezando sin cesar, las doce o la una de la madrugada; que muchas noches no ceno de pereza, y de pereza no me acuesto; en fin, lector de mi alma, te declararé que de tantas veces como estuve en esta vida desesperado, ninguna me ahorqué y siempre fue de pereza. Y concluyo por hoy confesándote que ha más de tres meses que tengo, como la primera entre mis apuntaciones, el título de este artículo, que llamé: Vuelva usted mañana; que todas las noches y muchas tardes he querido durante ese tiempo escribir algo en él, y todas las noches apagaba mi luz diciéndome a mí mismo con la más pueril credulidad en mis propias resoluciones. –¡Eh! mañana le escribiré. Da gracias a que llegó por fin este mañana, que no es del todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que no ha de llegar jamás!

 


Nota: Larra se pegó un tiro. Veintisiete años tenía. Como Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain y Amy Winehouse.

 

Toros sí. Bases fuera

Manuel Manolo - Toros sí. Bases fuera (2016) - ED210730

 


Los antitaurinos sois la avanzadilla de la evolución natural que olvidó al pelotón; elitistas de la biología, impacientes de la vida, que os habéis propuesto extirpar los restos del animal que sois y que somos. No os falta razón, porque sólo sois eso. Y os la doy cuando embestís bravos a los rezagados, esos a quienes la tarda varita de la selección aún no nos tocó, porque sé que la muerte anunciada en un cartel duele y que no hay truco bueno para las manchas de sangre. Pero olvidáis, racionales, que los reflejos animales no están en el calendario de vacunas, ni tampoco salen con agua caliente; que no nos trajeron al mundo sumando sino reptando, y que ningún bicho anduvo a dos patas por decreto; que los más primitivos de vuestros iguales -vástagos de quienes protegieron con brutalidad a los más elegantes y refinados para que hoy pudieseis ser- seguimos sufriendo la baja pasión de dominar a la naturaleza y no solo a fin de mes; y que a la sensiblería y al decoro, al igual que a la hipocresía, los malea el tiempo y su parsimonia, no un trending topic.

Cómo no íbamos a querer evitaros la molestia ética y estética que de un modo tan arcaico ocasionamos. Quién elegiría sino desde la incapacidad intelectual declararse alevoso eslabón perdido. Qué organismo complejo, tuviera o no conciencia de clase, preferiría el indulto de Antonio Burgos al de Noam Chomsky. Sabed, respetados homos sapiens sapiens muchas veces -pero bichos-, que una plaza de toros es más incómoda que un museo, pero bastante menos que avergonzaros. Sabed que no solo sabemos lo que no somos, sino que además lo padecemos.

No pediré que nos declaréis especie protegida -sabemos que estamos condenados por el tiempo y que el tiempo os sacará a hombros-, pero esperadnos, por favor; aliñad la razón con paciencia; dedicad vuestra altanería biológica y su necesaria ñoñería a barrer otras guerras tan indecentes y más largas que una Feria; tocad los clarines cuando toque, con la tranquilidad de saberos triunfadores de una tarde en la que habrá orejas y rabos para todos. El futuro es vuestro y el futuro es infinito. Mientras tanto, dejad vivir este corto presente al maldito animal de vida y muerte que llevamos dentro.

Toros sí. Bases fuera.