El frutero de mi barrio

El frutero de mi barrio se llama Ramón y suyas son las mejores naranjas. Cuando le visito y también cuando no juega con elegante picardía a colar a las niñas bonitas que no quieren serlo. Dice que para dejarme bajar por sus espaldas. Sé que para dejarse caer desde la tarima de naranjo viejo por los escotes del universo.

Así, por la espalda, conocí a Marta, la mujer que acabó haciéndome marido y exmarido.

El primer día de cole

El primer día de cole tras las vacaciones de Navidad muchos vestían ropa sin rodilleras venidas a menos ni pelotillas venidas a más, otros estrenaban deportivas de un blanco irreprochable que frotaban con el dedo mojado en saliva al menor desperfecto, y algunos ambas cosas. No más de tres conseguían el permiso de mamá para llevar el walkman de importación que había comprado papá, pero ninguno lo usaba para evitar gastar las pilas. Y sólo Macarena prestaba -para no más de una vida, pero entera- la maquinita de doble pantalla con los botones aún firmes como pezones.

En aquellos años la alegría y su tristeza duraban lo mismo que tarda lo nuevo en rendirse.

Obituario a Javier Krahe

Frente a mí la botella de agua medio llena de la que Krahe bebió durante su último concierto aquí. Me hice de ella con la fantasía de clonarle, y así se lo comuniqué a 18 Chulos Records a través de un correo electrónico que nadie respondió. Sé que hoy me estarán buscando como locas y que yo no les daré ni gota de la botella de agua medio vacía de la que Krahe bebió durante su último concierto aquí. Porque desde hoy también podrían clonarme a mí.

¡Salud!

Ayer me escribió María

Ella y yo sabemos que engañarse es una forma de sobrevivir.

Me contó que su hija mayor descansa unos días en Tarifa, y que teme con alegría que el levante termine de arrancarle la mirada que se pierde con su edad. Manolo –nunca me gustó ese nombre para aquel encanto, quizás porque así también se llamaba su padre– pasa las vacaciones en Le Chambon con la familia de su exnovia –francesa como una francesa, además de guapa–. Y los más pequeños, Dolores y Ventura –terminaba así María de pasar lista– siguen arrastrándose por el suelo: la tercera intentando averiguar cómo se puede ser mayor y pequeña a la vez; y el último, tozudo como una cría, empeñado en salvar de la crisis las empresas de la vida. Amanecerán en casa de sus abuelos –me aclaraba con letra de madre, para justificar, como si falta hiciera, que estuviera escribiéndome en las horas más negras–. Entre líneas me había dejado pensando en los que no tuvimos. María se despidió, como suele, urgente, cómica y única: no quiero que la luz, antes que los rayos de mis dedos, entre a hacerme el amor sin miedo a más hijos.

Invitado quedé a responderle.

Teorema de yo y Platero

La niña de chicle con doble de azúcar dedicó cien años de mi vida y todas las suyas a la poesía matemática, para demostrar tras un millón de fórmulas y otros tantos versos, todos en tu boca, que cuando se enumeran los elementos de un conjunto de vivos o muertos que integre al narrador, el burro es siempre el último si, y sólo si, no hay más miembros que un asno sin decimales, y un hombre entero.

Es el ‘Teorema de yo y Platero’.