Ella y yo sabemos que engañarse es una forma de sobrevivir.
Me contó que su hija mayor descansa unos días en Tarifa, y que teme con alegría que el levante termine de arrancarle la mirada que se pierde con su edad. Manolo –nunca me gustó ese nombre para aquel encanto, quizás porque así también se llamaba su padre– pasa las vacaciones en Le Chambon con la familia de su exnovia –francesa como una francesa, además de guapa–. Y los más pequeños, Dolores y Ventura –terminaba así María de pasar lista– siguen arrastrándose por el suelo: la tercera intentando averiguar cómo se puede ser mayor y pequeña a la vez; y el último, tozudo como una cría, empeñado en salvar de la crisis las empresas de la vida. Amanecerán en casa de sus abuelos –me aclaraba con letra de madre, para justificar, como si falta hiciera, que estuviera escribiéndome en las horas más negras–. Entre líneas me había dejado pensando en los que no tuvimos. María se despidió, como suele, urgente, cómica y única: no quiero que la luz, antes que los rayos de mis dedos, entre a hacerme el amor sin miedo a más hijos.
Invitado quedé a responderle.